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Aristóteles


ARISTÓTELES. Política

Libro I

Capítulo I

Ya que vemos que cualquier ciudad es una cierta comuni­dad, también que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (por algo, pues, que les parece bueno obran todos en todos los actos) es evidente. Así que todas las comunidades pretenden como fin algún bien; pero so­bre todo pretende el bien superior la que es superior y comprende a las demás. Ésta es la que llamamos ciudad y comunidad cívica.

Cuantos opinan que es lo mismo regir una ciudad, un reino, una familia y un patrimonio con siervos no dicen bien. Creen, pues, que cada una de estas realidades se di­ferencia de las demás por su mayor o menor dimensión, pero no por su propia especie. Como si uno, por gobernar a unos pocos, fuera amo de una casa; si a más, adminis­trador de un dominio; si a más aún, rey o magistrado; en la idea de que en nada difiere una casa grande y una ciu­dad pequeña ni un rey y un gobernante político, sino que cuando uno ejerce el mando a título personal resulta un rey, y cuando lo hace según las normas de un arte peculiar, siendo en parte gobernante y gobernado, es un polí­tico. Pero eso no es verdad. Y lo que afirmo será evidente al examinar la cuestión con el método que proponemos. De la misma manera como en los demás objetos es nece­sario dividir el compuesto hasta sus ingredientes simples (puesto que éstos son las partes mínimas del conjunto), así también vamos a ver, al examinar la ciudad, de qué elementos se compone. Y luego, al analizarlos, en qué di­fieren unos de otros, y si cabe recoger alguna precisión científica sobre cada uno de los temas tratados.

 

Capítulo II

Si uno presta atención desde un comienzo al desarrollo natural de los seres, podrá observar también este proble­ma, como los otros, del mejor modo.

En primer lugar es necesario que se emparejen los se­res que no pueden subsistir uno sin otro; por ejemplo, la hembra y el macho, con vistas a la generación. (Y esto no en virtud de una previa elección, sino que, como en el res­to de animales y plantas, es natural el impulso a dejar tras de sí a otro individuo semejante a uno mismo.) O, por ejemplo, lo que por naturaleza domina y lo dominado, para su supervivencia. Porque el que es capaz de previ­sión con su inteligencia es un gobernante por naturaleza y un jefe natural. En cambio, el que es capaz de realizar las cosas con su cuerpo es súbdito y esclavo, también por na­turaleza. Por tal razón amo y esclavo tienen una conve­niencia común.

De tal modo, por naturaleza, están definidos la mujer y el esclavo. (La naturaleza no hace nada precariamente, como hicieran los forjadores el cuchillo de Delfos, sino cada cosa con una única finalidad. Así como cada órga­no puede cumplir su función de la mejor manera cuando no se le somete a varias actividades, sino a una sola.) Entre los bárbaros la mujer y el esclavo ocupan el mismo rango. La causa de esto es que carecen del elemento go­bernante por naturaleza. Así que su comunidad resulta de esclavo y esclava. Por eso dicen los poetas: «Justo es que los griegos manden a los bárbaros», como si por naturaleza fuera lo mismo bárbaro y esclavo. De las dos comunidades, la originaria es la casa fami­liar, y bien lo dijo Hesíodo en su poema: «Ante todo, casa, mujer y buey de labranza.» Porque el buey hace las veces de criado para los pobres. La familia es la comunidad, constituida por naturaleza, para satisfacción de lo cotidiano, por los que Carondas llama «compañeros de panera», y Epiménides de Creta, «los del mismo comedero».

La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para decirlo de una vez, la conclu­sión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en la urgencia del vivir, pero subsiste para el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las comunidades originarias. Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo que cada ser es, después de cumplirse el desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, la causa final y la perfección es lo mejor. Y la autosuficiencia es la perfección, y óptima.

Por lo tanto, está claro que la ciudad es una de las co­sas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un ani­mal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por casualidad, o bien un ser infe­rior o más que un hombre. Como aquel al que recrimi­na Homero: «sin fratría, sin ley, sin hogar». Al mismo tiempo, semejante individuo es, por naturaleza, un apa­sionado de la guerra, como una pieza suelta en un juego de damas.

La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la pala­bra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. (Ya que por su naturaleza ha alcanzado hasta tener sensación del dolor y del placer e indicarse estas sensaciones unos a otros.) En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo pro­pio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. La participa­ción comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciu­dad.

Es decir, que, por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros. Ya que el conjunto es nece­sariamente anterior a la parte. Pues si se destruye el con­junto ya no habrá ni pie ni mano, a no ser con nombre equívoco, como se puede llamar mano a una piedra. Eso será como una mano sin vida. Todas las cosas se definen por su actividad y su capacidad funcional, de modo que cuando éstas dejan de existir no se puede decir que sean las mismas cosas, sino homónimas. Así que está claro que la ciudad es por naturaleza y es anterior a cada uno. Por­que si cada individuo, por separado, no es autosuficiente, se encontrará como las demás partes, en función a su conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no nece­sita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino como una bestia o un dios.

En todos existe, por naturaleza, el impulso hacia tal co­munidad; pero el primero en establecerla fue el causante de los mayores beneficios. Pues así como el hombre per­fecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos.

La injusticia es más feroz cuando posee armas, y el hombre se hace naturalmente con armas al servicio de su sensatez y su virtud; pero puede utilizarlas precisamente para las cosas opuestas. Por eso, sin virtud, es el animal más impío y más salvaje, y el peor en su sexualidad y su voracidad. La justicia, en cambio, es algo social, como que la justicia es el orden de la sociedad cívica, y la virtud de la justicia consiste en la apreciación de lo justo.

 

 

Libro III

Capítulo VII

Precisadas estas cuestiones, lo siguientes es investigar los regímenes políticos cuántos por su número y cuáles son- y en primer lugar los rectos de ellos; pues entonces se clarificarán sus desviaciones, cuando se hayan definido.

Puesto que régimen político y órgano de gobierno significan lo mismo, y órgano de gobierno es la parte soberana de las ciudades, necesariamente será soberano o un solo individuo, o unos pocos, o la mayoría; y cuando ese uno o la minoría, o la mayoría, gobiernan atendiendo al bien común, esos regímenes serán por necesidad rectos; y los que atienden al interés particular del individuo o de la minoría, o de la mayoría, desviaciones. Pues, o no hay que considerar ciudadanos a los que no participan, o deben tener participación en el beneficio.

De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia (bien porque gobiernan los mejores [áristoi] o bien porque lo hacen atendiendo a lo mejor [áristoi] para la ciudad y para los que forman su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre común a todos los regímenes políticos: república (politeía) (y es así con razón: pues es posible que un solo individuo o unos cuantos destaquen por su virtud; pero ya difícil es que un número mayor se distinga en cualquier virtud, a no ser principalmente en la militar, ya que ésta se da en la masa. Por eso en este régimen político el sector partidario de la guerra es el más soberano y forman parte de él los que tienen las armas).

Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía; la oligarquía, de la aristocracia, y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca; la oligarquía, al de los ricos, y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad.

Capítulo VIII

Hay que decir con algo más de extensión en qué consiste cada uno de estos regímenes políticos, pues la cuestión ofrece algunas dificultades y, a quien investiga filosóficamente sobre cada uno su método, y no sólo su actividad, le es propio no pasar por alto ni dejar de lado nada, sino clarificar la verdad en cada punto.

Es la tiranía una monarquía, como se ha dicho, que ejerce un poder despótico sobre la comunidad. Hay oligarquía cuando controlan el régimen político los dueños de grandes fortunas, y, por el contrario, democracia, cuando los que no tienen un gran capital, sino los pobres.

El primer problema atañe a la definición: pues si fueran los más, siendo ricos, quienes controlaran la ciudad, y democracia es cuando el pueblo tiene la soberanía -y del mismo modo, si en algún lugar sucediera que los pobres son menos que los ricos, pero por ser más fuertes detentan la soberanía de la ciudad-, podría parecer que no se ha dado una buena definición sobre los regímenes (al decir que la democracia es la soberanía de los más y la oligarquía es la de un número pequeño); pero, aun en el caso de que se combine con la riqueza el número reducido, y con la pobreza la masa, para llamar así a estos regímenes -oligarquía a aquel en que detentan las magistraturas los ricos, siendo pocos en número, y democracia a aquel en que los pobres, siendo muchos en número-, se tiene una nueva dificultad: ¿cómo vamos a llamar a los regímenes hace un momento mencionados, a aquel en que los ricos son más numerosos y a aquel en que los pobres son menos, pero unos y otros son dueños del poder, si no hay ningún otro régimen político fuera de los citados?

El razonamiento parece demostrar entonces que el tener la autoridad unos pocos o muchos es cosa que ha sucedido, aquello para las oligarquías y esto para las democracias, porque en todas partes los ricos son pocos y muchos los pobres (por eso no ocurre que los motivos dichos sean [motivos] de diferenciación), pero que en lo que se diferencian la democracia y la oligarquía entre sí es la pobreza y la riqueza; y necesariamente, donde gobiernen por dinero, ya sean menos o más, ese régimen será oligarquía y, donde los pobres, democracia, pero suele ocurrir, como dijimos, que aquéllos son pocos y éstos muchos. Pues son ricos pocos, mientras que de la libertad participan todos; por estas causas disputan unos y otros por el poder.

Capítulo IX

Primeramente hay que averiguar qué límites dan de la oligarquía y de la democracia y qué es lo justo, tanto en una oligarquía como en una democracia. Pues todos se atienen a algo justo, pero llegan sólo hasta un cierto límite y hablan no de todo lo absolutamente justo. Por ejemplo, parece que igualdad es lo justo, y lo es, pero no para todos, sino para los iguales; y lo desigual parece que es justo, y ciertamente lo es, pero no para todos, sino para los desiguales.

Otros prescinden de esto, del «para quiénes», y juzgan mal. La causa es que el juicio es sobre sí mismos; y, en general, la mayoría son malos jueces de sus propios asuntos. De manera que, como lo justo lo es para algunos y está distribuido del mismo modo en relación con las cosas y con las personas, según se ha dicho anteriormente en la ética, aceptan la igualdad de las cosas, pero discuten la de las personas, principalmente por lo que se dijo hace un momento -porque juzgan mal lo que les atañe-, pero además porque al hablar unos y otros de algo hasta cierto límite justo, piensan que hablan de justicia sin más. Pues unos, si son desiguales en algún aspecto, por ejemplo en sus riquezas, piensan que son totalmente desiguales; y otros, si son iguales en algún aspecto, por ejemplo en libertad, que son enteramente iguales.

Pero no dicen lo más importante: pues, si formaron una comunidad y se reunieron por las riquezas, participan de la ciudad en tanto que de la propiedad, de manera que parecería válido el argumento de los oligárquicos (que no es justo que participe igual de las cien minas el que ha aportado una que el que aportó todo el resto, ni de las minas iniciales ni de las que se ganen). Y si tampoco lo han hecho para vivir sólo, sino para vivir bien (pues entonces también habría ciudad de esclavos y de los demás animales; y no las hay porque no tienen acceso a la felicidad ni a la vida por decisión propia), ni por una alianza, para evitar el ataque de alguien, ni por las transacciones comerciales y la mutua utilidad -pues en este caso los etruscos y los cartagineses y todos los que tienen esa clase de acuerdos entre sí serían como ciudadanos de una sola ciudad; y éstos tienen, desde luego, acuerdos sobre las importaciones y pactos de no agresión; pero ni se han creado magistraturas comunes a todos para esos asuntos, sino que son diferentes las de unos y otros, ni se cuidan unos de cómo deben ser los otros, de que ninguno de los sujetos a esos tratados sea injusto ni cometa infamia alguna, sino solamente de que no se dañen unos a otros, mientras que los que se preocupan por la buena legislación atienden al tema de la virtud y la maldad política-; si todo eso es así, es evidente que ha de preocuparse por la virtud la que de verdad se llama ciudad y no sólo de palabra. Pues, en otro caso, la comunidad se convierte en una alianza militar que sólo se diferencia espacialmente de aquellas alianzas con pueblos distintos, y la ley en un pacto que, como decía el sofista Licofrón, es garante de los derechos mutuos, pero incapaz de hacer buenos y justos a los ciudadanos.

Que así ocurre, está claro. Pues, aunque alguien pudiera reunir los territorios en uno solo, de forma que la ciudad de Megara y la de Corinto se juntaran con sus murallas, a pesar de ello no hay una única ciudad. Ni tampoco si contrajeran matrimonios unos con otros, por más que ésta sea una de las sociedades características para las ciudades. Igualmente tampoco, si algunos vivieran por separado, aunque no tan lejos que no pudieran comunicarse, y tuvieran leyes para no perjudicarse en sus intercambios, como por ejemplo, si uno fuera carpintero, otro campesino, otro zapatero y otro algún oficio similar, y fueran unos diez mil en número, pero no se comunicaran para nada más que asuntos como el comercio y la alianza militar, tampoco en ese caso hay una ciudad.

¿Y por qué motivo? Desde luego, no por la dispersión de la comunidad. Pues aunque convinieran en asociarse así (pero cada uno continuara usando su propia casa como ciudad) y en prestarse ayuda mutua, como si se tratara de una alianza militar contra sus agresores solamente, ni siquiera en este caso les parecería a quienes examinaran el tema con rigor que hay una ciudad, si sus relaciones fueran exactamente igual después de unirse y cuando estaban separados.

Por tanto, es evidente que la ciudad no es una comunidad de territorio para no perjudicarse a sí mismos y por el intercambio. Esto tiene que existir, si es que va a haber ciudad; pero no porque se dé todo ello hay ya una ciudad, sino que es la comunidad para bien vivir de casas y familias, en orden a una vida perfecta y autosuficiente. Ahora bien, esto no existirá si no habitan el mismo y único territorio y contraen matrimonios entre sí. Por eso surgieron en las ciudades relaciones familiares, fratrías, fiestas y diversiones para vivir en común. Y tal cosa es fruto de la amistad. Pues la decisión de vivir en común es amistad.

Fin de la ciudad es, por tanto, el bien vivir, y todo eso está orientado a ese fin. La ciudad es la asociación de familias y aldeas para una vida perfecta y autosuficiente. Y ésta es, como decimos, la vida feliz y bella.

Hay que suponer, en consecuencia, que la comunidad política tiene por objeto las buenas acciones y no sólo la vida en común. Por eso, a cuantos contribuyen en mayor grado a tal comunidad, les corresponde una mayor participación en la ciudad que a los que en libertad o estirpe son iguales o superiores, pero desiguales en la virtud política, o a los que sobresalen en riqueza, pero son inferiores en virtud. Pues bien, que todos los que discuten sobre los regímenes políticos hablan solamente de una parte de lo justo, queda claro con lo dicho.