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Nietzsche
Friedrich Nietzsche
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
Traducción y notas: Simón
Royo Hernández
I
En algún apartado rincón del
universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo
una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto
más soberbio y más falaz de la Historia Universal, pero, a fin de cuentas, sólo
un minuto. Tras un par de respiraciones de la naturaleza, el astro se entumeció
y los animales astutos tuvieron que perecer. Alguien podría inventar una fábula
como ésta y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente, cuán lamentable y
sombrío, cuán estéril y arbitrario es el aspecto que tiene el intelecto humano
dentro de la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió, cuando de nuevo
se acabe todo para él, no habrá sucedido nada. Porque no hay para ese intelecto
ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino
humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en
él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos entendernos con un mosquito,
llegaríamos a saber, que también él navega por el aire con ese mismo pathos
y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza tan
despreciable e insignificante que, con un mínimo soplo de aquel poder del
conocimiento, no se hinche inmediatamente como un odre; y del mismo modo que
cualquier mozo de cuadra quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los
hombres, el filósofo, quiere que desde todas partes, los ojos del universo
tengan telescópicamente puesta su mirada sobre sus acciones y pensamientos.
Es remarcable, que tal estado lo
produzca el intelecto, él que, precisamente, sólo ha sido añadido como un
recurso a los seres más desdichados, delicados y efímeros, para conservarlos un
minuto en la existencia; de la cual, por el contrario, sin ese añadido, tendrían
toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese
orgullo ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre
los ojos y sobre los sentidos de los hombres, los engaña acerca del valor de la
existencia, pues lleva en él la más aduladora valoración sobre el conocimiento
mismo. Su efecto más general es el engaño —aunque también los efectos más
particulares llevan consigo algo del mismo carácter.
El intelecto, como un medio para
la conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas primordiales en la
ficción, pues ésta es el medio por el cual se conservan los individuos débiles y
poco robustos, como aquellos a los que les ha sido negado, servirse, en la lucha
por la existencia, de cuernos o de la afilada dentadura de los animales
carniceros. Este arte de la ficción alcanza su máxima expresión en el hombre:
aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la
hipocresía, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo
encubridor, el teatro ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el
revoloteo incesante ante la llama de la vanidad es hasta tal punto la regla y la
ley, que apenas hay nada más inconcebible que el hecho de que haya podido surgir
entre los hombres un impulso sincero y puro hacia la verdad. Se encuentran
profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños, sus miradas se limitan a
deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibir formas, sus sensaciones
no conducen en ningún caso a la verdad, sino que se contentan con recibir
estímulos y, por así decirlo, jugar un juego de tanteo sobre el dorso de las
cosas. Además, durante toda la vida, el hombre se deja engañar por la noche en
el sueño, sin que su sentimiento moral haya tratado nunca de impedirlo; mientras
que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido
eliminar los ronquidos. En realidad ¿qué sabe de sí mismo el hombre? ¿Sería
capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese una vez, como si estuviese
tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor
parte de las cosas, incluso sobre su propio cuerpo, de forma que, al margen de
las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación
sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede recluido y
encerrado en una conciencia orgullosa y embaucadora? Ella ha tirado la llave, y
¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar, por una vez, hacia fuera y hacia
abajo, a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase
entonces que el ser humano descansa sobre la crueldad, la codicia, la
insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así
decirlo, pendiente en sus sueños sobre el lomo de un tigre! ¿De dónde procede en
el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?
En la medida en que el individuo
quiera conservarse frente a otros individuos, en un estado natural de las cosas,
tendrá que utilizar el intelecto, casi siempre, tan sólo para la ficción. Pero,
puesto que el hombre, tanto por necesidad como por aburrimiento, desea existir
en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz, y conforme a éste,
procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium
contra omnes . Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer
paso para la consecución de ese enigmático impulso hacia la verdad. Porque en
este momento se fija lo que desde entonces debe ser verdad, es decir, se ha
inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el
poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de la
verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y
mentira. El mentiroso utiliza las legislaciones válidas, las palabras, para
hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, yo soy rico cuando la
designación correcta para su estado sería justamente pobre. Abusa de las
convenciones consolidadas efectuando cambios arbitrarios e incluso inversiones
de los nombres. Si hace esto de manera interesada y conllevando perjuicios, la
sociedad no confiará ya más en él y, por ese motivo, le expulsará de su seno.
Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados por
engaños. En el fondo, en esta fase tampoco detestan el fraude, sino las
consecuencias graves, odiosas, de ciertos tipos de fraude. El hombre nada más
que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: desea las consecuencias
agradables de la verdad, aquellas que conservan la vida, es indiferente al
conocimiento puro y sin consecuencias, y está hostilmente predispuesto contra
las verdades que puedan tener efectos perjudiciales y destructivos. Y además,
¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del
conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las
cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?
Solamente mediante el olvido
puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una
verdad en el grado que acabamos de señalar. Si no quiere contentarse con la
verdad en la forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará
perpetuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en
sonidos articulados de un estímulo nervioso. Pero partiendo del estímulo
nervioso inferir además una causa existente fuera de nosotros, es ya el
resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo
podríamos decir legítimamente, si la verdad estuviese solamente determinada por
la génesis del lenguaje, y si el punto de vista de la certeza fuese también lo
único decisivo respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir
legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo duro de otra
manera y no únicamente como excitación completamente subjetiva! Dividimos las
cosas en géneros, designamos al árbol como masculino y a la planta como
femenino: ¡qué extrapolaciones tan arbitrarias! ¡A qué altura volamos por encima
del canon de la certeza! Hablamos de una serpiente: la designación alude
solamente al hecho de retorcerse, podría, por tanto, atribuírsele también al
gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las
preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los
diferentes idiomas, reunidos y comparados unos a otros, muestran que con las
palabras no se llega jamás a la verdad ni a una expresión adecuada, pues, de lo
contrario, no habría tantos. La cosa en si (esto sería justamente la verdad pura
y sin consecuencias) es también totalmente inaprehensible y en absoluto deseable
para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las
cosas con respecto a los hombres y para expresarlas recurre a las metáforas más
atrevidas. ¡En primer lugar, un estímulo nervioso extrapolado en una imagen!,
primera metáfora. ¡La imagen, transformada de nuevo, en un sonido articulado!,
segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra
completamente distinta y nueva. Podríamos imaginarnos un hombre que fuese
completamente sordo y que jamás hubiese tenido ninguna sensación del sonido ni
de la música; del mismo modo que un hombre de estas características mira con
asombro las figuras acústicas de Chaldni en la arena, descubre su causa en las
vibraciones de la cuerda y jurará entonces, que, desde ese momento en adelante
no puede ignorar lo que los hombres llaman sonido, así nos sucede a todos
nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos
de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que
metáforas de las cosas, que no corresponden en absoluto a las esencias
primitivas. Del mismo modo que el sonido toma el aspecto de figura de arena, así
la enigmática X de la cosa en sí se presenta, en principio, como excitación
nerviosa, luego como imagen, finalmente como sonido articulado. En cualquier
caso, por tanto, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el
material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye, el hombre de la
verdad, el investigador, el filósofo, si no procede de las nubes, tampoco
procede, en ningún caso, de la esencia de las cosas.
Pero pensemos sobre todo en la
formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en
concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y
completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como
recuerdo, sino que debe ser apropiada al mismo tiempo para innumerables
experiencias, por así decirlo, más o menos similares, esto es, jamás idénticas
estrictamente hablando; así pues, ha de ser apropiada para casos claramente
diferentes. Todo concepto se forma igualando lo no-igual. Del mismo modo que es
cierto que una hoja nunca es totalmente igual a otra,, asimismo es cierto que el
concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias
individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces
la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas
que fuese la hoja, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas
las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas,
pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto
y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es honesto.
¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele
ser como sigue: A causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su
vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto
de una cualidad esencial que se llame la honestidad, pero sí de numerosas
acciones individualizadas, por lo tanto desiguales, que nosotros igualamos
omitiendo lo desigual, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final
formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de
honestidad.
La omisión de lo individual y de
lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona
la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como
tampoco, en consecuencia, géneros, sino solamente una X que es para nosotros
inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y
especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando
tampoco nos atrevemos a decir que no le corresponde: porque eso sería una
afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan indemostrable como su contraria.
¿Qué es entonces la verdad? Un
ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas,
una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas
poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le
parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se
ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza
sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como
monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde
procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado
atención al compromiso que la sociedad establece para existir, la de ser veraz,
es decir, usar las metáforas usuales, así pues, dicho en términos morales, de la
obligación de mentir según una convención firme, de mentir borreguilmente, de
acuerdo con un estilo obligatorio para todos. Ciertamente, el hombre se olvida
de que su situación es ésta, por tanto, miente inconscientemente de la manera
que hemos indicado y en virtud de hábitos milenarios -y precisamente en
virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido,
adquiere el sentimiento de la verdad-. A partir del sentimiento de estar
obligado a designar una cosa como roja, otra como fría, una tercera como muda,
se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del
mentiroso, en quien nadie confía y a quien todos excluyen, el hombre se
demuestra a sí mismo lo venerable, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En
ese instante el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio
de las abstracciones: ya no soporta ser arrastrado por las impresiones
repentinas, por las intuiciones y, ante todo, generaliza todas esas impresiones
en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de
su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa
capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema, esto es, de
disolver una imagen en un concepto, pues en el ámbito de esos esquemas es
posible algo que nunca podría conseguirse bajo las primeras impresiones
intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados, crear un mundo
nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se
contrapone al otro mundo de las primeras impresiones intuitivas como lo más
firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por ello, como una
instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es
individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe escaparse siempre de toda
clasificación, el gran edificio de los conceptos presenta la rígida regularidad
de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad
que son propios de las matemáticas. Aquél a quien envuelve el hálito de esa
frialdad apenas creerá que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y,
como tal, versátil, no sea a fin de cuentas sino como el residuo de una
metáfora y que la ilusión de la extrapolación artística de un estímulo
nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier
concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina
verdad a usar cada dado tal y como está designado; contar exactamente sus
puntos, formar clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de
las castas ni los turnos de la sucesión jerárquica. Del mismo modo que los
romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y
conjuraban, en ese espacio así delimitado, a un dios, como en un templum,
así cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante, matemáticamente
dividido, y en esas circunstancias entiende, entonces, como exigencia de la
verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia
esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que
acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en
movimiento, una catedral de conceptos infinitamente compleja; y ciertamente,
para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como
de telarañas, tan fina que sea transportada por las olas, tan firme que no sea
desgarrada por el viento. El hombre, como genio de la arquitectura, se eleva de
tal modo muy por encima de la abeja: ésta construye con cera que recoge de la
naturaleza; aquél con la materia bastante más fina de los conceptos que, desde
el principio, tiene que producir de sí mismo. Aquí él se hace acreedor de
admiración profunda -si bien, de ningún modo por su impulso hacia la verdad,
hacia el conocimiento puro de las cosas-. Si alguien esconde una cosa detrás de
un matorral, después la busca de nuevo exactamente allí y, además, la encuentra,
en esa búsqueda y en ese descubrimiento no hay, pues, mucho que alabar; sin
embargo, esto es lo que sucede al buscar y al encontrar la verdad dentro de la
jurisdicción de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación,
después de examinar un camello, digo: he ahí un mamífero, no cabe duda de que
con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de un valor limitado;
quiero decir,, es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto
que sea verdadero en sí, real y universalmente válido, prescindiendo de los
hombres. El investigador de tales verdades tan sólo busca en el fondo, la
metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en
tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento
de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera las estrellas al
servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y su desgracia, así
considera un tal investigador que el mundo en su totalidad está ligado a los
hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido primordial, el hombre,
como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, el hombre. Su
procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas, pero
entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera
inmediata como objetos puros. Olvida, por lo tanto, que las metáforas intuitivas
originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
Sólo mediante el olvido de ese
mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y la petrificación
de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen
de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible
creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una
verdad en sí, en una palabra, gracias solamente al hecho de que el hombre se
olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente
creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir,
aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de la cárcel de esa creencia,
se acabaría en seguida su autoconsciencia. Ya le cuesta trabajo reconocer ante
sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente
al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la
correcta carece totalmente de sentido, puesto que para decidir sobre ello
tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, esto es,
con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la percepción
correcta —es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto—, me parece
un absurdo lleno de contradicciones, porque entre dos esferas absolutamente
distintas como lo son el sujeto y el objeto no hay ninguna causalidad (4-bis),
ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, un comportamiento
estético, quiero decir, una extrapolación alusiva, una traducción
balbuciente a un lenguaje completamente extraño. Para lo cual se necesita, en
todo caso, una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para
poetizar e inventar. La palabra fenómeno encierra muchas seducciones, por lo
que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de
las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor al que le faltaran las
manos y que quisiera expresar por medio del canto la imagen que ha concebido,
revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia
de las cosas que el mundo empírico. Incluso la misma relación de un estímulo
nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma
imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a
través de muchas generaciones de seres humanos, apareciendo finalmente en toda
la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, entonces acaba por
tener el mismo significado para el hombre que si fuese la única imagen
necesaria, como si la relación entre la excitación nerviosa originaria con la
imagen producida fuese una estricta relación de causalidad estricta; del mismo
modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo
absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no
garantizan en modo alguno ni la necesidad ni la legitimación exclusivas de esa
metáfora.
Sin duda, todo hombre que esté
familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza
hacia cualquier idealismo de esta especie, cada vez que se ha convencido con la
claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de
la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las
alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es
tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la
ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre
habrá de concordar y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de
la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en alguna parte
la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que, si
cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos
percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si
alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso
un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal
regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una
construcción altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es para nosotros, en
definitiva, una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente
por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza
que, a su vez, sólo nos son conocidas como suma de relaciones. Por consiguiente,
todas esas relaciones no hacen más que remitirse continuamente unas a otras y,
en su esencia, para nosotros son incomprensibles por completo; en realidad sólo
conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto
las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso que admiramos
precisamente en las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y
lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo,
justamente reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la
inviolabilidad de las representaciones del tiempo y del espacio. Sin embargo,
esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma
necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las
cosas únicamente bajo esas formas, entonces deja de ser maravilloso que,
hablando con propiedad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas
formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número y el
número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad que
tanto respeto nos impone en las órbitas de los astros y en los procesos
químicos, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros aportamos a
las cosas, de modo que, con ello, nos infundimos respeto a nosotros mismos.
De aquí resulta, en efecto, que
esa artística creación de metáforas con la que comienza en nosotros toda
percepción presupone ya esas formas, y, por tanto, se realizará en ellas; sólo
partiendo de la firme persistencia de estas formas primordiales resulta posible
explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el
edificio de los conceptos. Pues éste edificio es, efectivamente, una imitación
de las relaciones de espacio, tiempo y número, sobre la base de las metáforas.
Así habló
Zaratustra
Prólogo
de Zaratustra
epígrafe
1
Cuando
Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y
el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su
soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se
transformó, - y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del
sol y le habló así:
«¡Tú gran
astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!
Durante
diez años has venido subiendo hasta mi caverna: sin mí, mi águila y mi serpientete habrías hartado de tu luz y de este camino.
Pero
nosotros te aguardábamos cada mañana, te liberábamos de tu sobreabundancia y te
bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha
recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan.
Me
gustaría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto
a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza.
Para ello
tengo que bajar a la profundidad: como haces tú al atardecer, cuando traspones
el mar llevando luz incluso al submundo, ¡astro inmensamente rico!
Yo, lo
mismo que tú, tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a
quienes quiero bajar. ¡Bendíceme, pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin
envidia incluso una felicidad demasiado grande!
¡Bendice
la copa que quiere desbordarse para que de ella fluya el agua de oro llevando a
todas partes el resplandor de tus delicias!
¡Mira!
Esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse
hombre.»
- Así
comenzó el ocaso de Zaratustra.
epígrafe 4
Mas
Zaratustra contempló al pueblo y se maravilló. Luego habló así:
El hombre
es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, - una cuerda sobre un
abismo.
Un
peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un
peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y
no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un
ocaso.
Yo amo a
quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son
los que pasan al otro lado.
Yo amo a
los grandes despreciadores, pues ellos son los grandes veneradores, y flechas
del anhelo hacia la otra orilla. Yo amo a quienes, para hundirse en su ocaso y
sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas: sino que se
sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a ser del superhombre. Yo
amo a quien vive para conocer, y quiere conocer para que alguna vez viva el
superhombre. Y quiere así su propio ocaso.
Yo amo a
quien trabaja e inventa para construirle la casa al superhombre y prepara para
él la tierra, el animal y la planta: pues quiere así su propio ocaso.
Yo amo a
quien ama su virtud: pues la virtud es voluntad de ocaso y una flecha del
anhelo.
Yo amo a
quien no reserva para sí ni una gota de espíritu, sino que quiere ser
íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el
puente.
Yo amo a
quien de su virtud hace su inclinación y su fatalidad: quiere así, por amor a
su virtud, seguir viviendo y no seguir viviendo.
Yo amo a
quien no quiere tener demasiadas virtudes. Una virtud es más virtud que dos,
porque es un nudo más fuerte del que se cuelga la fatalidad.
Yo amo a
aquel cuya alma se prodiga, y no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada:
pues él regala siempre y no quiere conservarse a sí mismo.
Yo amo a
quien se avergüenza cuando el dado, al caer, le da suerte, y entonces se
pregunta: ¿acaso soy yo un jugador que hace trampas? - pues quiere perecer.
Yo amo a
quien delante de sus acciones arroja palabras de oro y cumple siempre más de lo
que promete: pues quiere su ocaso.
Yo amo a
quien justifica a los hombres del futuro y redime a los del pasado: pues quiere
perecer a causa de los hombres del presente.
Yo amo a
quien castiga a su dios porque ama a su dios: pues tiene que perecer por la
cólera de su dios.
Yo amo a
aquel cuya alma es profunda incluso cuando se la hiere, y que puede perecer a
causa de una pequeña vivencia: pasa así de buen grado por el puente.
Yo amo a
aquel cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo, y todas las cosas
están dentro de él: todas las cosas se transforman así en su ocaso.
Yo amo a
quien es de espíritu libre y de corazón libre: su cabeza no es así más que las
entrañas de su corazón, pero su corazón lo empuja al ocaso.
Yo amo a
todos aquellos que son como gotas pesadas que caen una a una de la oscura nube
suspendida sobre el hombre: ellos anuncian que el rayo viene, y perecen como
anunciadores.
Mirad, yo
soy un anunciador del rayo y una pesada gota que cae de la nube: mas ese rayo se
llama superhombre. -
Los discursos de Zaratustra, I (De las tres
transformaciones)
Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el
espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en
niño.
Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu
fuerte, de carga, en el que habita la veneración: su fortaleza demanda cosas
pesadas, e incluso las más pesadas de todas.
¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se
arrodilla, igual que el camello, y quiere que lo carguen bien.
¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de
carga, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije.
¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia
soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia
sabiduría?
¿0 acaso es: apartarnos de nuestra causa cuando ella celebra
su victoria? ¿Subir a altas montañas para tentar al tentador?`.
¿0 acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del
conocimiento y sufrir hambre en el alma por amor a la verdad?
¿0 acaso es: estar enfermo y enviar a paseo a los
consoladores, y hacer amistad con sordos, que nunca oyen lo que tú quieres?
¿0 acaso es: sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua
de la verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos?
¿0 acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano
al fantasma cuando quiere causarnos miedo?
Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el
espíritu de carga: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así
corre él a su desierto.
Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda
transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su
libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto.
Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo
de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la
victoria.
¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir
llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del
león dice «yo quiero».
«Tú debes» le cierra el paso, brilla como el oro, es un
animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente «¡Tú debes!».
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso
de todos los dragones habla así: «todos los valores de las cosas - brillan en
mí».
«Todos los valores han sido ya creados, y yo soy - todos los
valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún «Yo quiero!» Así
habla el dragón.
Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el
espíritu? ¿Por qué no basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es
respetuosa?
Crear valores nuevos -tampoco el león es aún capaz de
hacerlo: mas crearse libertad para un nuevo crear- eso sí es capaz de hacerlo el
poder del león.
Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para
ello, hermanos míos, es preciso el león.
Tomarse el derecho de nuevos valores - ése es el tomar más
horrible para un espíritu de carga y respetuoso. En verdad, eso es para él
robar, y cosa propia de un animal de rapiña.
En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más
santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de
modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.
Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño
que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que
convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego,
una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un
santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo
conquista ahora su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el
espíritu se convirtió en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en
niño. - -
Así habló Zaratustra. Y entonces residía en la ciudad que es
llamada: La Vaca Multicolor.
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