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Disfunción eréctil

PRIMER AMOR, ÚLTIMOS RITOS

Ian McEwan

Desde principios del verano hasta que pareció perder sentido poníamos un colchón delgado sobre la pesada mesa de roble y hacíamos el amor frente a la gran ventana abierta. En el cuarto había siempre corriente y olores del muelle, cuatro pisos más abajo. Yo fantaseaba contra mí voluntad, fantaseaba sobre la criatura, y después, cuando yacíamos de espaldas en la enorme mesa, durante esos silencios profundos, la oía correr y arañar de forma cal imperceptible. Todo ello era nuevo para mí, y me inquietaba, trataba de hablar del tema con Sissel para tranquilizarme. Ella no tenía nada que decir, no hacía abstracciones ni discutía situaciones, vivía en ellas. Mirábamos a las gaviotas girando en círculos por nuestro cuadrado de cielo y nos preguntábamos si nos habrían estado observando desde arriba, ese era el tipo de conversación que teníamos, hipótesis discretamente entretenidas sobre el momento presente. Sissel lo hacía todo según le iba ocurriendo, revolvía el café, hacía el amor, escuchaba sus discos, miraba por la ventana. No decía cosas como estoy contenta o estoy confusa, o quiero hacer el amor, o no quiero hacerlo, o estoy cansada de las peleas de mí familia, no tenía palabras para dividirse en dos, así que yo tenía que sufrir solo, mientras follábamos, lo que parecían crímenes imaginarios y después escuchar a solas cómo arañaba en el silencio, Hasta que una tarde Sissel despertó de un medio sueño, se incorporó en el colchón y dijo:

-¿Qué es ese ruido como de arañazos detrás de la pared?

Mis amigos estaban lejos, en Londres, me escribían cartas angustiadas y reflexivas, no sabían qué hacer. ¿Quiénes eran, qué sentido tenía la vida? Eran de mi edad, diecisiete y dieciocho años, pero yo hice como que no les entendía. Les respondí con postales, buscad una mesa grande y una ventana abierta, les decía. Yo era feliz y parecía fácil, hacía trampas para anguilas, era tan fácil tener un propósito... El verano fue pasando y no volví a saber de ellos. El único que venía a vernos era Adrián, un hermano de Sissel que tenía diez años, y venía huyendo de la tristeza de su hogar desintegrado, de los inesperados cambios de humor de su madre, de la eterna competición de sus hermanas al piano, de las espaciadas y amargas visitas de su padre. Los padres de Adrian y Sissel, tras veintisiete años de matrimonio y seis hijos, se odiaban con amarga resignación y ya no podían soportar vivir en la misma casa. El padre se cambió a un hostal a unas calles de distancia para estar cerca de sus hijos. Era un hombre de negocios sin trabajo y se parecía a Gregory Peck, era optimista y conocía mil formas de hacer dinero con algo interesante. Yo solía encontrarle en el bar. No quería hablar de sus problemas ni de su matrimonio, no le importaba que yo viviera con su hija en un cuarto sobre el muelle. En vez de eso, me habló del tiempo que había pasado en la guerra de Corea, de cuando era vendedor internacional, de las estafas legales de sus amigos, que ahora estaban en la cumbre y habían sido ennoblecidos, y -un día me habló de las anguilas del río Guse, cómo había enjambres de anguilas en el lecho del río, cómo se podía hacer dinero pescándolas y llevándolas vivas a Londres. Le conté que tenía ochenta libras en el banco, y a la mañana siguiente estábamos comprando redes, bramante, aros de alambre y una vieja cisterna de metal para meter las anguilas. Pasé los dos meses siguientes fabricando trampas para anguilas.

Cuando hacía bueno sacaba la red, los aros y el bramante fuera de la casa y me ponía a trabajar en el muelle, sentado en un bolardo. Las trampas para anguilas son de forma cilíndrica, selladas por un lado y con una larga entrada en disminución. Se dejan en el lecho del río, las anguilas entran nadando en busca del cebo y en su ceguera no son capaces de encontrar la salida. Los pescadores se mostraron amistosos y divertidos. Ahí abajo hay anguilas, dijeron, y pescarás unas cuantas, pero con eso no te vas a ganar la vida. Las mareas te harán perder tantas redes como seas capaz de fabricar. Usamos lastres de hierro, les dije, y se encogieron de hombros amablemente y me enseñaron una forma mejor de sujetar la red a los aros, pensaban que estaba en mi derecho de intentarlo por mí mismo. Cuando los pescadores habían salido en sus barcas y no me apetecía trabajar, me quedaba sentado a observar el agua deslizarse sobre el barro al bajar la marea; no tenía prisa por acabar las trampas para anguilas, pero estaba seguro de que me iba a enriquecer.

Traté de interesar a Sissel en la aventura de las anguilas, le conté que alguien nos iba a prestar un bote de remos para el verano, pero no tenía nada que decir al respecto. Así que en vez de hablar pusimos el colchón en la mesa y nos tumbamos sin quitarnos la ropa. Entonces se puso a hablar. Juntamos las palmas de nuestras respectivas manos, examinó con todo cuidado su forma y su tamaño e hizo un comentario simultáneo. Exactamente iguales, tienes los dedos más gordos, aquí te sobra un pedacito. Me midió las pestañas con la yema del pulgar y dijo que le encantaría tenerlas igual de largas, me habló del perro que había tenido de pequeña, tenía unas pestañas largas y blancas. Miró una quemadura del sol que había en mi nariz y habló de eso, de cuáles de sus hermanos se ponían rojos y cuáles morenos, de una cosa que le dijo un día su hermanita pequeña. Nos fuimos desnudando poco a poco. Se quitó de un puntapié las zapatillas y habló de su pie de atleta. Yo escuchaba con los ojos cerrados, aspirando los olores a barro, algas y polvo que entraban por la ventana. Charloteo, así llamaba ella a este tipo de conversación. Cuando estuve dentro de ella me conmoví, me encontré en el interior de mi fantasía, ya no había forma de separar mis crecientes sensaciones de la conciencia de que podíamos hacer crecer una criatura en el vientre de Síssel. Yo no tenía el menor deseo de ser padre, la cosa no iba por ahí. Era huevos, espermatozoides, cromosomas, plumas, agallas, garras, a unas pulgadas de la punta de la polla la química imparable de una criatura que nacía de un légamo rojo oscuro, en mí fantasía me veía impotente ante la antigüedad y poder de este proceso, y sólo de pensarlo me corría antes de tiempo. Sissel se rió cuando se lo conté. Ay Dios, dijo. Para mí Sissel estaba en el mismo centro del proceso, ella era el proceso, y su fascinante poder crecía. Se suponía que debía tomar la píldora, y todos los meses se le olvidaba al menos dos o tres veces. Sin necesidad de discusión acordamos que me correría fuera, pero casi nunca funcionaba. Mientras nos deslizábamos por las prolongadas vertientes de nuestros orgasmos, durante esos últimos y desesperados segundos, yo luchaba por escapar, pero estaba atrapado como una anguila por mi fantasía de la criatura en la oscuridad, esperando, hambrienta, y yo la alimentaba con grandes grumos blancos. En esas descuidadas fracciones de segundo sacrificaba mi vida para alimentar a la criatura, fuera lo que fuera, en el vientre o fuera de él, a follarme sólo a Sissel, a alimentar más criaturas, toda mí vida entregada a ello en un momento de debilidad. Vigilaba las reglas de Sissel, todo en la mujer me resultaba nuevo y no podía dar nada por descontado. Hacíamos el amor durante las reglas copiosas y fáciles de Sissel, nos poníamos bien pegajosos y marrones con la sangre y yo pensaba que ahora éramos nosotros las criaturas en el légamo, que estábamos dentro, alimentados por grandes porciones de nube que entraban por la ventana, por gases extraídos del barro por el sol. Mis fantasías me inquietaban, sabía que no podía correrme sin ellas. Le pregunté a Sissel en qué pensaba ella y se rió como una tonta. En cualquier caso, ni en plumas ni en agallas. Entonces, ¿en qué piensas? En casi nada, la verdad es que en nada. Insistí en mi pregunta y ella se refugió en el silencio.

Yo sabía que la que oía rascar allí detrás era mí propia criatura, y la tarde que la oyó también Sissel empecé a preocuparme. Me di cuenta de que también sus fantasías intervenían ' de que era un sonido que nacía de nuestros coitos. Lo oíamos cuando habíamos terminado y nos tumbábamos de espaldas en silencio, cuando estábamos vacíos y lúcidos, completamente inmóviles. Parecían como pequeñas garras arañando ciegamente una pared, un sonido tan distante que se necesitaban dos personas para oírlo. Pensábamos que venía de un lugar determinado de la pared. Cuando me arrodillé y acerqué la oreja al rodapié, el sonido cesó y lo sentí al otro lado de la pared, paralizado en mitad de su acción, esperando en la oscuridad. Con el paso de las semanas empezamos a oírlo a otras horas del día, y de vez en cuando por la noche. Yo quería preguntarle a Adrian qué le parecía que era. Escucha, ahí está, Adrian, calla un momento, ¿qué crees tú que es ese ruido, Adrian? Se esforzó con impaciencia por oír lo que nosotros oíamos, pero no se quedó quieto lo suficiente. Ahí no hay nada, gritó. Nada, nada, nada. Se excitó mucho, se montó encima de su hermana, chillando y cantando. Fuera aquello lo que fuera, él no quería oírlo, no quería que le excluyesen. Le arranqué de las espaldas de Sissel y rodamos por la cama. Escucha otra vez, dije, inmovilizándole, ahí está otra vez. Forcejeo hasta liberarse y salió corriendo del cuarto imitando con vigor una sirena de policía de doble tono. El ruido se fue desvaneciendo por la escalera y cuando ya no le oía dije a lo mejor es que le dan miedo los ratones. Serán las ratas, dijo su hermana, y me metió las manos entre las piernas.

Para mediados de julio ya no estábamos tan felices en nuestro cuarto, el desorden y el nerviosismo crecían y al parecer no había manera de discutirlo con Síssel. Adrian aparecía todos los días porque eran las vacaciones de verano y no podía soportar quedarse en casa. Le oíamos cuando le faltaban cuatro pisos por llegar, gritando y galopando escaleras arriba. Entraba ruidosamente, haciendo el pino y pavoneándose. Saltaba a menudo sobre Sissel para impresionarme, estaba inquieto, temía que no nos gustase su compañía y le echásemos, le mandásemos a casa. También estaba preocupado porque ya no entendía a su hermana. Antes siempre estaba dispuesta a pelear, y era una buena luchadora, le oí jactarse de ello ante sus amigos, estaba orgulloso de ella. Ahora su hermana había cambiado, le rechazaba con mala cara, quería que la dejasen en paz para no hacer nada, quería oír discos. Se enfadaba cuando le ponía los pies en la falda, y ahora tenía pechos como su madre, ahora le hablaba como su madre. Bájate de ahí, Adrian. Por favor, Adrian, por favor, ahora no, más tarde. Pero en el fondo no se lo creía del todo, era un cambio de humor de su hermana, una fase, y seguía pinchándola y atacándola esperanzado, necesitaba que las cosas siguieran siendo como eran antes de que su padre se marchara de casa. Cuando atenazaba a Sissel por el cuello y la derribaba de espaldas en la cama me miraba como buscando aliento pensaba que la verdadera relación era entre nosotros, los dos hombre contra la chica. Lo necesitaba tanto que no se daba cuenta de que nadie le animaba. Sissel nunca echaba a Adrian, comprendía porqué estaba allí, pero era duro para ella. Una larga tarde de suplicios se fue del cuarto casi llorando de rabia. Adrian me miró y arqueó las cejas fingiendo horrorizarse. Traté de hablar con él, pero ya había iniciado sus cánticos y se aprestaba a pelear conmigo. Sissel jamás me dijo nada de su hermano, nunca hacía comentarios generales sobre la gente porque nunca hacía comentarios generales. A veces, oyendo a Adrian subir por las escaleras, dirigía los ojos hacia mí y se dejaba delatar por un leve mohín de sus hermosos labios.

Sólo había una forma de convencer a Adrian de que nos dejara en paz. No podía -soportar que nos tocásemos, le dolía, le daba verdadero asco. Cuando observaba que uno de nosotros se acercaba al otro por la habitación nos suplicaba sin palabras, corría a interponerse entre nosotros fingiendo que jugaba, quería llevarnos con engaños a otros juegos. Se ponía a imitarnos, frenético, en un último intento por mostrarnos lo fatuo de nuestro aspecto. Después, no pudiendo soportarlo más, salía corriendo de la habitación ametrallando soldados alemanes y jóvenes amantes por las escaleras.

Pero ahora Sissel y yo nos tocábamos cada vez menos, introvertidos como éramos nos resultaba difícil, sencillamente. No es que ya no nos deseáramos, ni que no gozásemos el uno del otro, sino que nuestras oportunidades se desvanecían. Era la misma habitación. Ya no estaba a cuatro pisos de altura y aislada, por las ventanas no entraba la brisa sino un calor gelatinoso que subía del muelle y de las medusas muertas, y nubes de moscas, ardorosas moscas grises que buscaban nuestras axilas y nos mordían con furia, moscas domésticas que se cernían como nubes sobre nuestra comida. Teníamos el pelo tan largo y tan húmedo que nos tapaba los ojos. La comida que comprábamos se derretía y sabía a río. Ya no poníamos el colchón sobre la mesa, el sitio más fresco era ahora el suelo y el suelo estaba cubierto de una arena viscosa que no había forma de quitar, Sissel se cansó de sus discos y su pie de atleta se le extendió al otro pie y se sumó a los demás olores. Nuestro cuarto apestaba. No hablamos de la posibilidad de marcharnos porque no hablábamos de nada. Los arañazos de detrás de la pared nos despertaban todas las noches, cada vez más fuertes e insistentes. Cuando hacíamos el amor nos escuchaba al otro lado de la pared. Hacíamos menos el amor y la basura se acumulaba a nuestro alrededor, botellas de leche que no nos animábamos a sacar, queso gris y rezumante, envoltorios de mantequilla, cartones de yogurt, salchichón pasado. Y en medio de todo ello Adrian dando saltos mortales, cantando, ametrallando y atacando a Sissel. Traté de escribir poemas sobre mis fantasías, sobre la criatura, pero no sabía por dónde empezar y nunca escribí nada, ni la primera línea. En vez de eso me daba largos paseos por el dique del río, en las cercanías de NorfoIk, entre monótonos campos de remolacha, postes de telégrafo y uniformes cielos grises. Me quedaban dos redes de anguila por hacer, y me forzaba diariamente a trabajar. Pero en el fondo estaba harto de ellas, no creía que fuese a entrar ninguna anguila y me preguntaba si lo deseaba, si no era mejor dejar a las anguilas en paz, en el barro frío del fondo del río. Pero seguí haciéndolo porque el padre de Sissel estaba dispuesto a empezar, porque tenía que expiar todo el dinero y todas las horas gastadas hasta entonces, porque la idea tenía una inercia propia, ahora cansina y frágil, que yo no podía detener, como no podía sacar las botellas de leche de nuestra habitación.

Entonces Sissel encontró un trabajo, lo que me hizo pensar que no éramos distintos de los demás, todos tenían habitaciones, casas, trabajos, carreras, todos hacían lo mismo, tenían habitaciones más limpias, mejores trabajos, éramos la típica pareja que se esforzaba por mejorar. Era en una de las fábricas sin ventanas del otro lado del río, donde enlataban verduras y frutas. Tenía que estar diez horas al día sentada ante una cinta sin fin, entre el rugido de las máquinas, sin hablar con nadie y separando las zanahorias podridas para que no las fuese a enlatar. Al terminar su primer día, Sissel vino a casa con una gabardina de plástico rosada y blanca y un gorro rosado. Yo le dije ¿por qué no te lo quitas? Sissel se encogió de hombros. Todo le daba igual, estar sentada en el cuarto o estar sentada en la fábrica, donde se oía Radio Uno a través de altavoces colgados en las vigas de acero, donde cuatrocientas mujeres medio escuchaban, medio soñaban, mientras sus manos se movían atrás y adelante como lanzaderas mecánicas. El segundo día de Sissel crucé el río en el ferry y la esperé en la puerta de la fábrica. Unas cuantas mujeres cruzaron una pequeña puerta de latón situada en un gran muro sin ventanas y por todo el complejo de la fábrica se oyó el lamento de una sirena, Se abrieron otras puertecitas y salieron como un torrente, convergiendo hacia la entrada, montones de mujeres con abrigos de nylon blancos y rosados y con gorros rosados. Me subí a un muro y traté de ver a Sissel, de pronto me pareció muy importante. Pensé que se perdería si no era capaz de divisarla en aquel torrente de susurros de nylon rosado, ambos nos perderíamos y nuestro tiempo no tendría valor alguno. El cuerpo principal se movía acercándose con rapidez a la puerta exterior. Algunas corrían con la desesperante torpeza con que se enseña a las mujeres a correr, otras caminaban lo más rápido posible. Después me enteré de que se apresuraban a llegar a casa para preparar la cena para sus familias, para empezar pronto con el trabajo de la casa. Las retrasadas del siguiente turno intentaban a empujones avanzar en dirección opuesta. No veía a Sissel y me sentía en los límites del pánico, gritaba su nombre y mis palabras caían y eran aplastadas por aquella masa. Dos mujeres más viejas que se habían detenido junto al muro para encender sus cigarrillos me sonrieron con una mueca. Ni Sisel ni Nosel. Volví a casa por el camino más largo, cruzando por el puente, y decidí no contarle a Sissel que la había estado esperando porque si lo hacía tendría que explicarle lo del pánico y no sabía cómo. Cuando llegué me la encontré sentada en la cama, con el abrigo de nylon puesto. El gorro estaba tirado en el suelo. ¿Por qué no te quitas eso? dije. ¿Eras tú el que estaba en la puerta de la fábrica? dijo ella. Asentí. ¿Por qué no me dijiste nada si me viste allí? Sissel se volvió y se tumbó boca abajo en la cama. Su abrigo estaba manchado y olía a aceite de motor y a tierra. Yo qué sé, dijo, hablando con la almohada, no se me ocurrió, cuando terminó el turno no era capaz de pensar nada. Sus palabras revelaban una fría determinación; eché un vistazo por el cuarto y enmudecí.

Dos días después, el domingo por la tarde, compré varias libras de pulmones de vaca, elásticos y empapados de sangre (lo llamaban bofe), para cebo. Esa misma tarde llenamos las trampas y remamos con la marea baja hasta mitad del canal para dejarlas en el lecho del río. Marcamos cada una de las siete trampas con una boya. El día siguiente, a las cuatro de la mañana, el padre de Sissel vino a buscarme y salimos en su camioneta hacia donde guardábamos el bote prestado. Al poco tiempo remábamos en busca de las boyas indicadoras para sacar las trampas, era la hora de la verdad... ¿habría anguilas en las redes, valdría la pena hacer más redes, pescar más anguilas y llevarlas una vez por semana al mercado de Billingsgate, íbamos a ser ricos? Era una mañana apagada y ventosa. Yo no tenía esperanzas, sólo notaba cansancio y una erección pertinaz. Me había quedado medio dormido al calor de la calefacción de la camioneta. Por la noche había pasado muchas horas sin dormir, escuchando los arañazos de detrás de la pared. En una ocasión me levanté de la cama y golpeé el rodapié con una cuchara. Hubo una pausa, y después se reanudó la excavación. Ya parecía seguro que se iba abriendo camino hacia la habitación. El padre de Sissel remaba y yo buscaba por el costado los indicadores. Encontrarlos no era tan fácil como había pensado, no destacaban blancos contra el agua sino como siluetas bajas y oscuras. Tardamos veinte minutos en encontrar el primero. Cuando lo sacamos me asombró observar que la cuerda, tan blanca y tan limpia en la tienda, ya estaba como todas las demás cuerdas del río, marrón y con finas hebras de alga verde adheridas. También la red tenía un aspecto viejo y extraño, parecía imposible que la hubiéramos hecho nosotros. Dentro había dos cangrejos y una anguila grande. El padre de Sissel desató el lado cerrado de la trampa, dejó caer a los dos cangrejos en el agua y metió la anguila en el cubo de plástico que llevábamos. Metimos bofe fresco en la trampa y la bajamos al agua por un costado del bote. Tardamos quince minutos en encontrar la siguiente trampa, y no tenía nada dentro. Luego remamos río arriba y río abajo media hora más sin encontrar más trampas, y para entonces la marea empezaba a subir y a cubrir los indicadores. En ese momento cogí los remos y puse rumbo a la costa.

Volvimos al hostal donde se hospedaba el padre de Sissel y él hizo el desayuno. No queríamos hablar de las trampas perdidas, nos engañábamos pensando y afirmando que las encontraríamos cuando saliéramos con la próxima marea baja. Pero sabíamos que se habían perdido, barridas río arriba o río abajo por las poderosas marcas, y yo sabía que no era capaz de volver a hacer una trampa para anguilas en mi vida. También sabía que mi compañero iba a pasar con Adrian unas cortas vacaciones, se iban esa misma tarde. Se proponían visitar aeropuertos militares, y esperaban terminar en el Museo Imperial de Guerra. Comimos huevos, bacon y champiñones y bebimos café. El padre de Sissel me explicó una idea que se le había ocurrido, una idea simple pero lucrativa. Las gambas estaban muy baratas aquí en el muelle y muy caras en Bruselas. Podíamos llevar dos camionetas llenas por semana, se le veía optimista, con su estilo amistoso y relajado, y por un instante creí a pies juntillas que su idea iba a funcionar. Terminé el café. Bueno, dije, supongo que habrá que pensarlo. Cogí el cubo con la anguila, ya nos la comeríamos Sissel y yo. Mientras nos despedíamos con un apretón de manos, mi compañero me dijo que la forma más segura de matar una anguila era cubrirla con sal. Le deseé unas felices vacaciones y nos separamos, manteniendo aún la silenciosa mentira de que uno de nosotros saldría a buscar a remo las trampas con la próxima marca baja.

Después de una semana de fábrica no esperaba encontrar a Sissel despierta al llegar a casa, pero estaba sentada en la cama, pálida y hecha un ovillo. Miraba fijamente hacia un rincón de la habitación. Está ahí, dijo. Está detrás de esos libros que hay en el suelo. Me senté en la cama y me quité los zapatos y los calcetines mojados. ¿El ratón? ¿Es que has oído al ratón? Sissel habló sin levantar la voz. Es una rata. La vi cruzar el cuarto, es una rata. Me acerqué a los libros, les di una patada, y salió inmediatamente, oí sus garras rascar la madera del suelo y después la vi correr pegada a la pared y me pareció del tamaño de un perrito; una rata, una rata rechoncha, gris y poderosa que arrastraba la tripa por el suelo. Corrió a lo largo de toda la pared y se escondi6 detrás de una cómoda. Tenemos que sacarla de aquí, dijo Sissel con una voz plañidera que yo no conocía. Asentí, pero de momento no podía moverme, ni siquiera hablar, era tan grande, la rata, y se había pasado todo el verano con nosotros, rascando la pared durante los silencios claros y profundos de después de follar, durante nuestro sueño, era pariente nuestra. Estaba aterrorizado, tenía más miedo que Sissel, estaba seguro de que la rata nos conocía tan bien como nosotros a ella, sentía nuestra presencia en la habitación como nosotros sentíamos la suya detrás de la cómoda. Cuando Sissel se disponía a hablar oímos un ruido en las escaleras, un sonido familiar de pesados pasos y ráfagas de ametralladora, El sonido me tranquilizó. Adrian entró como de costumbre, -pegó una patada a la puerta y se precipitó dentro, agachado y con la metralleta dispuesta en la cadera. Nos roció con unos ruidos broncos procedentes del fondo de su garganta, nos pusimos el índice en los labios y tratamos de acallarle. Estáis muertos, los dos, dijo, y se dispuso a dar un salto mortal en mitad de la habitación. Sissel sise6 de nuevo, indicándole por gestos que se acercara a la cama. ¿Por qué Shhhh? ¿Qué os pasa? Apuntamos un dedo hacia la cómoda. Es una rata, le dijimos. Se arrodilló de inmediato y se agachó a mirar. ¿Una rata? musitó. Fantástico, es muy grande, mirad. Fantástico. ¿Qué vais a hacer? Vamos a cazarla. Crucé rápidamente la habitación y cogí un hierro de la chimenea, la excitación de Adrian era una oportunidad para perder el miedo, para fingir que no era más que una rata gorda en nuestro cuarto, que cazarla era una aventura. Sissel empezó a lamentarse otra vez desde la cama. ¿Qué vas a hacer con eso? Por un instante sentí que se me aflojaba la mano sobre el hierro, no era sólo una rata, no era una aventura, ambos lo sabíamos. Adrian, mientras tanto, bailaba su danza. Sí, eso, usa eso. Adrian me ayudó a transportar los libros por la habitación y construimos un muro alrededor de la cómoda con una sola salida para la rata en el medio. Sissel seguía preguntando: ¿Qué estáis haciendo? ¿Qué vas a hacer con eso?, pero no se atrevía a salir de la cama. Terminado el muro, cuando le estaba dando una percha a Adrian para que hostigase a la rata, Síssel atravesó la habitación de un salto y trató de arrancarme el hierro de las manos. Dame eso, gritó, y se colgó de mi brazo levantado. En ese momento la rata salió corriendo por el hueco de los libros, corrió en línea recta hacia nosotros y me pareci6 verle los dientes desnudos y listos. Nos dispersamos, Adrian se subió a la mesa, Sissel y yo volvimos a la cama. Ahora todos tuvimos tiempo de observar a la rata, que se detuvo en el centro de la habitación y avanzó de nuevo, tuvimos tiempo de ver lo poderosa, rápida y gorda que era, cómo se estremecía todo su cuerpo, cómo se deslizaba tras ella su rabo, como un apéndice parasitario. Nos conoce, pensé, viene por nosotros. No fui capaz de mirar a Sissel, que gritó cuando me vio ponerme de pie en la cama y apuntar con el hierro. Lo lancé con todas mis fuerzas, golpeó el suelo de punta a unas cuantas pulgadas de la estrecha cabeza de la rata. Se revolvió al instante y corrió de nuevo por el hueco de los libros. Oímos cómo arañaba el suelo con ¡as garras mientras se instalaba a esperar detrás de la cómoda.

Desenrollé la percha de metal, la enderecé y la doblé y se la di a Adrian. El estaba más callado, más temeroso. Su hermana se había sentado de nuevo en la cama hecha un ovillo. Me situé a unos pies del hueco de los libros asiendo firmemente el hierro con las dos manos. Miré al suelo y vi mis pies, pálidos y desnudos y vi unos fantasmales dientes da rata arrancándome la carne de los huesos. Grité. Espera, quiero ponerme los zapatos. Pero ya era tarde, Adrían había empezado a hurgar con el alambre por detrás de la cómoda y no me atreví a moverme. Me agaché un poco, blandiendo el hierro como un bateador. Adrian se encaramó en la cómoda e introdujo bruscamente el alambre por la esquina. Me estaba gritando algo, no pude oír de qué se trataba. La rata, frenética, pasaba corriendo por el hueco, se precipitaba hacia mis pies para tomarse venganza. Enseñaba los dientes como mi rata fantasma. Golpeé con el hierro a dos manos describiendo un círculo, la pesqué de lleno en mitad de la tripa y se levantó del suelo, voló a través de la habitación, sustentada en el prolongado chillido de Sissel, que se tapaba la boca con la mano, se estrelló contra la pared y pensé al momento que se tenía que haber roto la columna. Cayó al suelo patas arriba, abierta de lado a lado como una fruta madura. Sissel no se quitó la mano de la boca, Adrian no se movió de la cómoda, yo no desplacé mi cuerpo de donde había quedado por efecto del golpe, y nadie respiró. Un leve olor empezó a extenderse por la habitación, húmedo e íntimo, como el olor de la sangre mensual de Sissel. Entonces Adrian se tiró un pedo y se rió como un tonto por el miedo reprimido, y su olor humano se mezcló con el abierto olor de la rata. Me incliné sobre la rata y la moví suavemente con el hierro. Rodó de lado, y del prodigioso corte que recorría todo su vientre sobresalió y se deslizó, liberándose en parte del bajo abdomen, una bolsa transparente y violeta con cinco formas pálidas acurrucadas y hechas un ovillo en su interior. Cuando la bolsa llegó al suelo vi un movimiento, la pata de una de las ratas nonatas se estremeció como de esperanza, pero la madre estaba muerta sin remisión y no había nada que hacer.

Sissel se arrodilló al lado de la rata, Adrian y yo nos pusimos firmes a sus espaldas como guardianes, era como si tuviera privilegios especiales, de rodillas y rodeada por su larga falda roja. Abrió el corte de la rata madre con el índice y el pulgar, metió la bolsa dentro y cerró la piel ensangrentada. Permaneció de rodillas un rato, y nosotros nos quedamos de pie tras ella, Después quitó unos cuantos platos del fregadero para lavarse las manos. Todos queríamos irnos, así que Sissel envolvió la rata en un periódico y la llevamos abajo. Sissel levantó la tapa del cubo de la basura y yo la deposité con cuidado en el interior. Entonces me acordé de algo, les dije a los otros que me esperaran y corrí escaleras arriba. Lo que buscaba era la anguila, estaba inmóvil en sus pocas pulgadas de agua y por un momento creí que también estaba muerta, hasta que la vi moverse cuando levanté el cubo. El viento se había calmado y las nubes se abrían, caminábamos por el muelle entre luces y sombras sucesivas. La marea entraba velozmente. Bajamos las escaleras de piedra hasta el borde del agua, dejé a la anguila deslizarse en el río y la vimos serpentear hasta perderse de vista, un relámpago blanco en el agua marrón. Adrian se despidió de nosotros y me pareció que estuvo a punto de abrazar a su hermana. Vaciló y luego se alejó corriendo, gritando algo por encima del hombro. Le deseamos a gritos unas buenas vacaciones. En el camino de vuelta, Sissel y yo nos detuvimos a observar las fábricas de'~ otro lado del río. Me dijo que iba a dejar su trabajo.

Subimos el colchón a la mesa y nos tumbamos frente a la ventana abierta, mirándonos a la cara, como hacíamos a principios del verano, Entraba una brisa ligera, un olor distante a humo otoñal, y yo me sentía calmado y lúcido. Sissel dijo: ¿Por qué no limpiamos la habitación esta tarde y después damos un buen paseo, un paseo por el dique del río? Apoyé la palma de una mano en su cálido vientre y dije Sí.