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textos de selectividad Platón
PLATON República LIBRO VII, 514a-517c; 518b-520a; 532a-535a. -A continuación -proseguí- compara con la siguiente escena el estado de nuestra naturaleza con relación a la educación o a su carencia. Imagina, pues, una especie de vivienda subterránea en forma de caverna, con una amplia entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna; y a unos hombres que están en ella desde niños, atados por la piernas y el cuello, de tal manera que se vean obligados a permanecer en el mismo lugar y a mirar únicamente hacia adelante, siendo incapaces de volver la cabeza a causa de las ligaduras. Detrás de ellos, la luz de un fuego encendido a cierta distancia y en una elevación M terreno; y entre el fuego y los encadenados, un camino elevado, a lo largo del cual imagina que ha sido construido un tabique semejante a las mamparas que se levantan entre los prestidigitadores y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus prodigios. -Ya lo veo, dijo. -Pues bien, ve ahora a lo largo de ese tabique, unos hombres que transportan toda clase de objetos, que aparecen por encima del muro, y las figuras de hombres o animales, labradas en piedra, en madera y en toda clase de materiales; y entre estos portadores, naturalmente, unos irán hablando y otros en silencio. -¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros! -Iguales que nosotros, respondí. Porque, en primer lugar ¿crees que quienes están en tal situación han visto de sí mismos o de sus compañeros otra visión distinta de las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que está frente a ellos? -¿Cómo, dijo, si durante toda su vida han sido obligados a mantener la cabeza inmóvil? -¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo? -Sin duda. -Y si pudieran hablar entre ellos ¿no crees que al nombrar las sombras que ven pasar ante ellos, pensarían nombrar las cosas mismas? -Necesariamente. -Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la pared de enfrente, ¿piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, no creerían ellos que hablaba la sombra que veían pasar? -Por Zeus, dijo, yo mismo no pensaría otra cosa. Entonces es indudable, dije yo, que tales prisioneros no juzgarán real otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados. -Es inevitable, dijo. -Considera ahora, dije, lo que sucedería si fuesen liberados de sus cadenas y curados de su error, y si de acuerdo con su naturaleza, les ocurriese lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a ponerse en pie de repente y a volver la cabeza y a caminar y a mirar hacia la luz y, cuando al hacer todo esto sintiera dolor, y, a causa de los destellos, no pudiera distinguir los objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que respondería si le dijera alguien que hasta entonces sólo había contemplado sombras vanas y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vueltos los ojos hacia los objetos más reales, ve con más rectitud, y si, por último, mostrándosele los objetos a medida que pasan, le obligara a responder a la pregunta de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que se hallaría perplejo y que juzgaría más verdadero lo que había visto hasta ahora que lo que ahora se le muestra? -Mucho más, dijo. -Y, si se le obligara a mirar la luz misma ¿no crees que le dolerían los ojos y que huiría de allí para volverse hacia aquellos objetos que es capaz de contemplar y que juzgaría más claros que los que ahora se le muestran? -Así es, dijo. -Y si, proseguí, lo arrancaran de allí por la fuerza y le obligaran a recorrer la áspera y escarpada subida y no le dejaran hasta haberle arrastrado a la luz del sol ¿no crees que sufriría y se irritaría por ser así arrastrado, y que, cuando llegase a la luz, tendría los ojos tan llenos de su resplandor que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas que ahora llamamos verdaderas? -No podría, dijo, al menos los primeros instantes. -Necesitaría efectivamente acostumbrarse, creo yo, para llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían en primer lugar las sombras; después las imágenes de los hombres y de los demás objetos reflejados en las aguas y, finalmente, los objetos mismos. Después de esto, podría más fácilmente contemplar de noche los cuerpos celestes, el cielo mismo, fijando su mirada en la luz de las estrellas y la luna, que de día el sol y su resplandor. -¿Cómo no? -Finalmente, creo, sería capaz de contemplar el sol, ya no sus imágenes reflejadas en las aguas o en algún otro medio ajeno a él, sino el propio sol en su misma región y tal cual es en sí mismo. -Necesariamente, dijo. Y después de esto, podría deducir respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todo aquello que él y sus compañeros veían en la caverna. -Es evidente, dijo, que después de ello llegaría a esta conclusión. -Y, al acordarse de su primera habitación y de la sabiduría de allí y de sus antiguos compañeros de cautiverio, ¿no crees que se sentiría feliz por su cambio y tendría lástima de aquéllos? -Ciertamente. -Y si en su vida anterior hubiese habido honores y alabanzas de unos a otros y recompensas para aquel que tuviera la vista más penetrante para discernir las sombras que pasaban, que recordara mejor cuáles de entre ellas solían pasar primero, cuáles después o al mismo tiempo, siendo por ello el más hábil en pronosticar lo que iba a suceder, ¿crees que aquél sentiría nostalgia de tales distinciones o que envidiaría a los que recibían honores y poder entre aquéllos? ¿no crees más bien que le sucedería lo que dice Homero, es decir, que preferiría decididamente «trabajar la tierra al servicio de un pobre labrador» y sufrir cualquier mal antes que volver a vivir en aquel mundo de lo opinable? -Creo -respondió- que preferiría sufrirlo todo antes de vivir de aquel modo. -Ahora -continué- considera lo siguiente: si este hombre volviera allá abajo y ocupase de nuevo el mismo asiento ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, al dejar súbitamente la luz del sol? -Ciertamente, dijo. -Y si, mientras su vista está todavía confusa, pues necesitaría largo tiempo para acostumbrarse de nuevo, tuviese que opinar sobre aquellas sombras y discutir acerca de ellas con los compañeros que permanecieron constantemente encadenados ¿no les daría que reír? y ¿no dirían de él que, por haber subido arriba, ha perdido la vista y que no vale la pena ni siquiera intentar la subida? Y a quien pretendiera desatarlos y hacerles subir, ¿no lo matarían si pudiesen echarle mano y matarle? -Sin duda, dijo. -Pues bien, querido Glaucón -proseguí-, esta imagen debemos aplicarla enteramente a lo que antes se dijo. El mundo que aparece a nuestra vista es comparable a la caverna subterránea, y la luz del fuego que hay en ella al poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de él, si las comparas con la ascensión del alma al mundo inteligible no errarás respecto a mi conjetura, ya que deseas conocerla. Sólo Dios sabe si por ventura es verdadera. Lo que a mí me parece es lo siguiente: en el límite extremo del mundo inteligible está la idea del bien, que percibimos con dificultad, pero, una vez contemplada, es necesario concluir que ella es la causa de todo lo recto y bello que existe; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ella, en el mundo inteligible es ella misma la soberana y dispensadora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario que la vea bien quien quiera conducirse sabiamente tanto en la vida privada como en la pública. -También yo estoy de acuerdo en esto, dijo, en la medida de mi capacidad... -Por tanto -dije- si todo esto es verdad, hemos de deducir de ello la siguiente conclusión: que la educación no es tal cual la proclaman quienes hacen profesión de enseñarla. Dicen ellos, en efecto, que pueden hacer entrar la ciencia en el alma que no la posee, como si infundieran la vista a unos ojos ciegos. -Así lo afirman efectivamente, dijo. -Nuestro diálogo muestra, por el contrario -proseguí-, que en el alma de cada uno existe la facultad y el órgano con el que cada uno aprende y que, del mismo modo que el ojo es incapaz de volverse de las tinieblas a la luz, sino en compañía del cuerpo entero, así también aquel órgano, y con él el alma entera, apartándose de lo que llega a ser, debe volverse hasta que sea capaz de sostener la contemplación del ser y de lo que es más luminoso en el ser que es lo que llamamos bien ¿no es eso? -Sí. -Por consiguiente -dije- debe haber un arte de la conversión, es decir, de la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle la vista que ya tiene, sino de procurar que se oriente lo que no está vuelto hacia la dirección correcta ni mira hacia donde es preciso. -Así parece, dijo. -Así, Pues, las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es muy posible que sean bastante semejantes a las del cuerpo, ya que, aun careciendo en un principio de ellas, pueden ser producidas más tarde por el hábito y el ejercicio. La virtud del conocimiento, por el contrario, parece depender de algo más divino que jamás pierde su poder y que, según a donde se vuelva, resulta útil y provechoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿0 no has observado, respecto de aquellos de los que se dice que son malvados pero inteligentes, con qué penetración percibe su alma miserable y con qué agudeza distingue aquello hacia lo cual se vuelve, porque no tiene mala vista, sino que está obligada a ponerla al servicio de la maldad, de manera que cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tanto mayores serán los males que cometa? -Así es en efecto, dijo. -Pero si desde la infancia -continué- se hubieran extirpado de tal naturaleza esas excrecencias, por así decirlo, plúmbeas, emparentadas con la generación y que, adheridas por la gula, los placeres y otros apetitos semejantes, arrastran hacia abajo la visión del alma; si, libre de ellas, se volviera hacia lo verdadero, aquella misma alma de los mismos hombres lo vería también con la mayor agudeza, lo mismo que ve ahora aquellas cosas hacia las que está vuelta. -Es natural, dijo. -¿Y qué? ¿no es también natural -dije- y se deduce necesariamente de lo dicho que las gentes sin educación y sin experiencia de la verdad jamás serán aptas para gobernar una ciudad, ni tampoco aquellos a quienes se permita permanecer investigando hasta el fin de su vida; los unos, porque no tienen en la vida ningún objetivo, al que apunten todas sus acciones tanto privadas como públicas, y los otros porque no consentirán en actuar, considerándose ya en esta vida moradores de las islas de los bienaventurados? -Es verdad, dijo. -Es, pues, tarea nuestra, dije, de los fundadores de la república, obligar a las mejores naturalezas a que alcancen el conocimiento que afirmamos era el más excelente: ver el bien y ascender por aquella subida y después que, habiendo subido, hayan visto adecuadamente, no permitirles lo que ahora se les permite. -¿Y qué es? -Que permanezcan allí -respondí- y no consientan en bajar de nuevo junto a aquellos prisioneros ni en participar con ellos en sus trabajos ni en sus honores, sean éstos más despreciables o más estimables. -En ese caso, dijo, ¿no seremos injustos con ellos y les haremos vivir peor, cuando podrían vivir mejor.? -Vuelves a olvidar, querido amigo -dije-, que a la ley no le interesa que haya en la ciudad una clase que disfrute de una situación privilegiada, sino que procura el bienestar de la ciudad entera, introduciendo la armonía entre los ciudadanos por la persuasión o por la fuerza y haciendo que se presten los unos a los otros los servicios que cada cual es capaz de aportar a la comunidad. La misma ley forma en la ciudad hombres de tal naturaleza, no para permitirles que cada uno se vuelva cuando le plazca, sino para servirse ella misma de ellos con el fin de alcanzar la cohesión de la ciudad. -Es verdad, dijo. Me olvidé de ello... -Entonces, Glaucón, ¿no será ésta precisamente la melodía que la dialéctica ejecuta? La cual, aun perteneciendo a lo inteligible, es imitada por la facultad de la vista, de la que hemos dicho antes que se esfuerza primero en contemplar los animales, luego los astros mismos, y, por último, el propio sol. Del mismo modo cuando uno, mediante la dialéctica y sin ninguno de los sentidos, sino con ayuda de la razón, intenta lanzarse a lo que cada cosa es en sí y no desiste hasta haber alcanzado, con la sola inteligencia, lo que es el bien en sí mismo, llega con ello al término de lo inteligible, como aquel otro (de nuestra alegoría) llegó entonces al de lo sensible. -Absolutamente, dijo. -¿Y qué? ¿No es este viaje al que denominas dialéctica? -Ciertamente. -Y la liberación de las cadenas, dije, y la conversión de las sombras a las imágenes y a la luz y el ascenso de la caverna hacia el sol y la impotencia, al llegar allí, de mirar aún los animales, las plantas y la luz del sol, sino únicamente los reflejos divinos en las aguas y las sombras de los objetos reales, aunque no las sombras de las imágenes proyectadas por otra luz que, comparada con el sol, es semejante a ellas, he ahí el poder que posee el estudio de las ciencias que hemos enumerado, el cual eleva la mejor parte del alma hacia la contemplación del mejor de los seres, del mismo modo que antes elevaba el más perspicaz de los órganos del cuerpo a la contemplación de lo más luminoso en el mundo corporal y visible. Así lo admito, dijo. Sin embargo, me parecen cosas difíciles de admitir, aunque también difíciles de rechazar. Sea como fuere (puesto que no será ésta la única ocasión en que las oigamos, sino que hemos de volver sobre ella muchas veces), admitiendo ahora que sea como dices, vayamos a la melodía misma y analicémosla como lo hemos hecho con el preludio. Dinos, pues, de qué naturaleza es la facultad dialéctica, en cuántas especies se divide y por qué caminos se llega a ella, ya que, según parece, ellos nos conducirán a donde, una vez que lleguemos, alcanzaremos el descanso del camino y el fin del viaje. -Pero no serás capaz de acompañarme hasta allí, querido Glaucón -repliqué-, aunque, por lo que a mí respecta, no me faltaría buena voluntad. No verías entonces la imagen del bien, sino el verdadero bien en sí mismo, al menos como a mí me parece. Si es así o no, no vale la pena ahora insistir en ello, pero sí ha de afirmarse que es necesario contemplar algo semejante. ¿No es así? -Sin duda. -¿Y no es también cierto que la facultad dialéctica será la única que lo revelará a quien sea experto en las ciencias que hemos enumerado, siendo imposible de otro modo? -También sobre esto, dijo, merece la pena insistir. -Al menos en esto, dije, nadie podrá contradecirnos: en que no hay otro método que intente, por este camino y en cualquier materia, llegar a la esencia de cada cosa. Las demás artes, en efecto, se ocupan de las opiniones y deseos de los hombres, o se han desarrollado teniendo como objeto la producción, la fabricación o el mantenimiento de los productos naturales o artificiales. En cuanto a las restantes, de las que hemos dicho que comprenden algo del ser, como la geometría y las que la acompañan, vemos cómo sueñan acerca del ser, pero son incapaces de verlo con una visión de estado de vigilia, mientras utilicen hipótesis que dejen intactas, por no poder dar razón de ellas. En efecto, cuando se toma como principio lo que no se conoce y la conclusión y las proposiciones intermedias se entrelazan entre sí a partir de lo desconocido, ¿qué posibilidad existe de que el asentimiento a tal razonamiento pueda convertirse alguna vez en ciencia? -Ninguna, respondió. -Así pues, dije yo, el método dialéctico es el único que, haciendo desaparecer las hipótesis, avanza hasta el principio mismo para establecerlo sólidamente y sacando suavemente el ojo del alma del bárbaro lodazal en que estaba hundido, lo eleva hacia lo alto, sirviéndose, como de auxiliares y cooperadores en esta conversión, de las artes que hemos enumerado. Muchas veces las hemos llamado ciencias, para acomodarnos al uso; pero habría que darles otro nombre cuyo significado implicara más claridad que la opinión y más oscuridad que la ciencia. En algún momento de nuestro diálogo hemos utilizado el término de «inteligencia discursiva»; pero no me parece que debamos discutir sobre los nombres cuando tenemos ante nosotros realidades tan importantes que debemos examinar. -No, ciertamente, dijo; sería suficiente un solo nombre que mostrase con claridad lo que pensamos. -Me parece adecuado, dije, seguir llamando, como antes, ciencia al primer modo de conocimiento, inteligencia discursiva al segundo, creencia al tercero y conjetura al cuarto. Comprendemos los dos últimos bajo el nombre de opinión y los dos primeros bajo el de intelección, siendo el objeto de la opinión el devenir y el de la intelección la esencia. Y lo que es la esencia con relación al devenir, lo es la intelección respecto a la opinión; y lo que es la intelección con relación a la opinión lo es la ciencia respecto a la creencia y la inteligencia discursiva respecto a la conjetura. Dejemos, sin embargo, la analogía y la división de los objetos de cada uno de los ámbitos, de la opinión y de la intelección, para no precipitarnos en discursos mucho más largos que los que hemos mantenido. -Estoy de acuerdo contigo, dijo, en la medida en que soy capaz de seguirte. -¿Llamas también dialéctico al que comprende la razón de la esencia de cada cosa? Y del que no lo hace ¿no dirás que tiene tanta menor inteligencia de una cosa cuanto más incapaz sea de dar razón de ella a sí mismo y a los demás? -¿Cómo no lo diría?, respondió. -Pues lo mismo ocurre con el bien. El que no pueda definir con la razón la idea del bien, distinguiéndola de todas las demás, y sea incapaz de abrirse paso, como en un combate, a través de todas la objeciones, aplicándose a fundamentar sus pruebas no en la apariencia, sino en la esencia, superando todos los obstáculos mediante una lógica infalible, no dirás que este hombre conoce el bien en sí, ni ningún bien, sino que, si por casualidad alcanza alguna imagen del bien, la alcanzará por la opinión y no por la ciencia y dirás que su vida presente la pasa en un profundo sueño y letargo, del que no despertará en este mundo antes de haber bajado al Hades para dormir allí un sueño perfecto. -¡Por Zeus!, dijo, sin duda diré todo eso rigurosamente. -Y si un día tuvieras que educar en la práctica a esos niños que ahora educas en teoría, no permitirás, creo, que siendo gobernantes de la ciudad y árbitros de sus decisiones, carezcan de razón como las líneas irracionales. -Ciertamente no, dijo. -Les ordenarás, por el contrario, que se apliquen sobre todo al estudio de esta ciencia que les hará más competentes en el preguntar y en el responder. -Lo ordenaré, dijo, de acuerdo contigo. -Y, entonces, ¿no crees que la dialéctica constituye para nosotros como la cima y el coronamiento de todas las enseñanzas y que ninguna otra puede con razón colocarse por encima de ella y que hemos llegado al fin de nuestra investigación acerca de las enseñanzas? -Así lo creo, dijo. |