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Exigencias de la democracia

FERNANDO SAVATER

“No es lo mismo tener un espíritu amplio que una mente vacía”

En los años heroicos y belicosos a comien­zos del pasado siglo, se lanzó en Irlanda la consigna: "¿Qué puedes hacer por tu patria?". Cáustico y provocativo, el joven James Joyce declaró entonces: "No pien­so hacer nada por mi patria, pero no me importaría que mi patria hiciese algo por mí". Varias décadas y un par de guerras mundiales después, el filósofo de la políti­ca Norberto Bobbio habló —con cierta amargura pero no con derrotismo— de "las promesas no mantenidas de la democracia". Recientemente le ha respondido Gustavo Zagrebelsky, que fue presidente de la Corte Constitucional de Italia y es catedrático de Derecho en la Universidad de Turín, en un libro titulado Contro l'etica della veritá (editorial Laterza, 2008): "La democracia no promete nada a na­die, pero nos reclama mucho a todos". Es decir: la retórica patriotera, que en últi­mo término sacrifica el individuo a enti­dades abstractas y huecamente sublimes (el pueblo, la tierra, la sangre...), merece el escepticismo de quien se niega a ser arrastrado por ese turbio juego; pero cuando se trata de la institución de la libertad y la igualdad política, la protesta ante el mundo injusto no puede consistir en deplorar lo que no se nos ha dado, sino en plantearnos lo que aún no nos hemos decidido a hacer.

Una de esas cosas que la democracia pide de nosotros es precisamente enterar­nos de en qué consiste la democracia misma: es decir, cuáles son sus modos, sus garantías y las posibilidades que brinda al ciudadano. Qué valores la sustentan y qué ideologías se oponen intrínsecamen­te a su funcionamiento. Por supuesto estas preguntas no admiten como respues­ta dogmas teológicos ni certidumbres verificables semejantes a las adquiridas por medio de las ciencias experimentales, pero tampoco dependen de la opinión asil­vestrada de cada cual. Como bien dijo Bertrand Russell, no es lo mismo tener un espíritu amplio que una mente vacía. Precisamente en el libro antes citado, Zagrebelsky distingue —frente a la ética de la verdad absoluta, siempre de raigam­bre teológica— entre el escepticismo mul­ticultural que cree que cada cual tiene su propia creencia idiosincrásica y todas valen lo mismo y la ética de la duda: el que duda cree en la verdad, la busca, la propo­ne tentativamente, aunque no supone ser su dueño exclusivo y permanece abierto a modificar su planteamiento cuando ha­ya razones mejores para ello.

Precisamente ésta es la aspiración legítima de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, vergonzosamente desacre­ditada desde sus mismos inicios por una campaña obtusa y mendaz que lleva en su origen el sello inequívoco de la propa­ganda clerical aceptada acríticamente por personas de sorprendida buena fe y oportunistas políticos. Y no se puede decir que no existan ya libros que sitúan esta aspiración a formar intelectualmente ciudadanos en sus precisas coordena­das, al menos como obras de consulta pa­ra los profesores. Acaba de aparecer otro excelente, El saber del ciudadano. Las no­ciones capitales de la democracia (edito­rial Alianza), escrito por un notable plan­tel de especialistas bajo la dirección de Aurelio Arteta. No sólo responde al pro­grama esencial de la controvertida materia académica, sino que puede servir como inspiración reflexiva para cualquier ciudadano, no importa de qué edad, que desee completar su información sobre cuestiones de las que depende y sobre todo va a depender en el inmediato futu­ro la armonía de nuestra convivencia.

En efecto, una de las fisuras polémicas por las que ha sido atacada la Educación para la Ciudadanía es la proliferación de libros de texto de todo tipo y condición, muchos de ellos con planteamientos real­mente peregrinos que se prestan a la es­candalizada caricatura (por no hablar de las iniciativas grotescas como la de la Comunidad Valenciana, que para sabotear la asignatura ha decidido darla en inglés... Por lo visto, no quiere más ciudada­nía que la de la Commonwealth). Hubiera sido bueno que —en éste y en otros casos similares— el Ministerio de Educación, en vez de hacer dejación de sus funciones orientadoras asegurando que cada cual puede adaptar el temario a su sesgo ideo­lógico —lo cual inutiliza la función armonizadora de la materia— señalara con su homologación aquellas obras que real­mente responden a lo que se pretende en tal empeño formativo. Después, que cada centro elija el manual que prefiera, pero por lo menos quienes de verdad tienen interés sincero en responder a lo que la democracia pide de nosotros, los educadores, sabrían mejor a qué atenerse.


EL BUQUE DE LOS NECIOS.
Una parábola políticamente incorrecta.

Érase una vez un capitán y sus oficiales que se volvieron tan presumidos, tan llenos de arrogancia y tan pagados de sí mismos, que se volvieron locos.
Pusieron rumbo al Norte hasta encontrarse con icebergs y témpanos peligrosos y, a pesar de ello, mantenían la misma dirección adentrándose cada vez más en las gélidas y temibles aguas, únicamente para darse el gusto de demostrar su pericia en tan temeraria navegación.
Como quiera que el barco se acercaba más y más al Norte, los pasajeros y la tripulación mostraban cada vez mayor inquietud, y comenzaron a debatir entre ellos y a quejarse de sus condiciones de vida.
-¡Que me zurzan si este no es el peor viaje que he realizado en mi larga vida de marino! La cubierta está resbaladiza por el hielo; cuando estoy de vigía, el viento helado me introduce el frío hasta los huesos; cada vez que tengo que arriar velas, se me congelan los dedos, y todo por cinco miserables chelines al mes.
-¡Tú te crees que estás mal! ¿verdad? ¡Yo por el frío no puedo ni dormir ya que en este barco a nosotras no nos dan las mismas mantas que a los hombres! -le espetó una pasajera. ¡Es una injusticia!
Un marinero mejicano exclamó: -¡Hijo de la gran chingada! A mi sólo me dan la mitad de sueldo que le dan a los gringos y, encima, la comida que me sirven es menos que la que dan a un anglo, con la falta que me hace para mantenerme mínimamente caliente aquí y, lo peor de todo, es que siempre nos dan las órdenes en inglés, en vez de en español.
-¡Yo tengo más razón que nadie para quejarme! exclamó un marinero indio. Si los rostros pálidos no nos hubieran robado nuestras tierras y riquezas ancestrales, no estaría ahora en este barco en medio de vientos árticos e icebergs. Estaría en una canoa remando en un plácido lago. ¡Merezco una compensación! Como mínimo, el capitán debería dejarme organizar unas partidillas de dados para ganar algún dinero.
Habla el contramaestre diciendo: -¡Ayer el segundo oficial me llamó marica! Sólo porque a mí me guste chupar pollas, no es razón para que me insulten.
-¡No sólo los humanos sufren maltrato en este barco! -dijo con indignación un pasajero amante de los animales. Sin ir más lejos, la semana pasada vi al tercer oficial darle dos patadas al perro del barco.
Uno de los pasajeros, que era profesor de Universidad, retorciéndose las manos, exclamó: ¡Todo esto es terrible! ¡Es inmoral! ¡Es racismo, sexismo, crueldad, homofobia y explotación de los trabajadores; es discriminación! ¡Necesitamos justicia social! ¡igualdad para el marinero mejicano, sueldos más altos, compensaciones para el indio, igual trato para hombres y mujeres, derechos formales para chupar pollas y no más patadas al perro!
-¡Sí! ¡Sí! -gritaron todos los pasajeros -¡Ahí, ahí! -gritaba la tripulación. -¡Es discriminación! ¡Tenemos que demandar nuestros derechos!
El grumete carraspeo: -¡Todos tenéis buenas razones para quejaros! Pero a mí me parece que lo que tenemos realmente que hacer es dar la vuelta y dirigirnos al sur, porque si seguimos este rumbo tarde o temprano seguro que naufragaremos y, entonces, tus salarios, tus mantas y tu derecho a chupar pollas no valdrán para nada porque nos ahogaremos todos.
Pero nadie le hizo el menor caso, porque sólo era un grumete.
El capitán y sus oficiales que desde el castillo de popa habían estando escuchando y observando la escena, ahora sonreían y se guiñaban el ojo.
El capitán hizo un gesto al tercer oficial, y éste bajó del castillo de popa hasta donde se encontraba la tripulación y pasajeros, mezclándose con ellos con un andar chulesco. Poniendo una expresión seria rompió a hablar.
-Nosotros los oficiales hemos de admitir que han ocurrido hechos inexcusables. No nos habíamos dado cuenta de la gravedad de la situación hasta no haber oído vuestras quejas. Somos gente de buena fe y queremos ser justos con vosotros ¡pero, como sabéis, el capitán es un poco conservador y quizá habría que pincharle un poco para poder conseguir algún cambio sustancial! En mi opinión si protestáis contundentemente, siempre que sea pacíficamente, podremos mover al capitán de su inercia y forzarle a afrontar los problemas de los que tan justamente os quejáis.
Después de haber dicho esto, el tercer oficial se dirigió al castillo de popa. Mientras se alejaba, los pasajeros y la tripulación le gritaban: ¡Moderado! ¡Reformista! ¡Neoliberal! ¡Lacayo! Pero aun así, hicieron lo que él les dijo.
Los pasajeros se juntaron frente al castillo de popa y entre gritos e insultos, demandaron sus derechos a los oficiales.
-¡Yo quiero recibir órdenes en castellano!- gritó el mejicano.
-¡Demando mi derecho a poder organizar partidas de dados! -gritó el marinero indio. -¡Quiero que me dejen de llamar marica! -exclamó el contramaestre. -¡Que dejen de dar patadas al perro! -gritó el amante de los animales -¡La revolución ahora! -chilló el profesor.
El capitán y los oficiales, se reunieron y deliberaron durante varios minutos, guiñándose el ojo, asintiendo con la cabeza, sonriéndose unos a otros todo el rato.
A continuación, el capitán se dirigió a la barandilla del castillo de popa y con grandes muestras de benevolencia anunció que al mejicano se le subiría a dos tercios del sueldo de los anglos y la orden de arriar velas se la darían en castellano, las pasajeras recibirían una manta más, que el marinero indio podría organizar partidas de dados los sábados a la noche, que al contramaestre no se le llamaría marica si chupara pollas en la intimidad y nadie podría dar patadas al perro, excepto si roba comida.
Los pasajeros y la tripulación celebraron estas concesiones como una gran victoria, pero a la mañana siguiente volvieron a estar insatisfechos.
¡Seis chelines al mes es poco dinero! Cada vez que arrío velas se me congelan los dedos -refunfuñaba el marinero. ¡Y todavía no gano lo mismo que los anglosajones, ni me dan suficiente comida para este clima -se quejó el marinero mejicano. ¡Las mujeres no tenemos mantas suficientes! -dijo una pasajera. Los otros miembros de la tripulación y pasajeros protestaban de forma similar y el profesor les azuzaba.
Cuando habían finalizado sus quejas, el grumete tomó de nuevo la palabra y hablando en alto, para que el personal no pudiera no darse por enterado dijo:
¡Es terrible dar patadas al perro, porque robe un poco de comida de la cena, y el que las mujeres no tengan igual número de mantas o que al marinero se le congelen los dedos, y no veo por qué el contramaestre no puede chupar pollas si le da la gana, pero: ¡mirad cuántos icebergs hay ahora! Y cómo sopla cada vez más el viento. ¡Tenemos que dar la vuelta e ir hacia el Sur, porque como sigamos al Norte seguro que naufragaremos y moriremos ahogados.
-Sí, sí -dijo el contramaestre. ¡Es terrible que sigamos al Norte, pero ¿por qué tengo que chupar pollas en el armario? ¿por qué me llaman marica? ¿acaso no soy igual que los demás?
-Seguir al Norte es terrible, es precisamente por eso que las mujeres necesitamos más mantas ¡ahora!
-Es verdad! -dijo el profesor- yendo al Norte nos ponen en dificultades, pero cambiar el rumbo al Sur no sería realista. ¡No se puede dar la vuelta al reloj!. ¡Tenemos que buscar una forma madura de enfrentarnos a la situación!
¡Mira! -dijo el grumete- si dejamos en el castillo de popa a esos cuatro locos seguir con lo suyo, nos ahogaremos todos, pero si sacamos el barco del peligro, podremos preocuparnos después de las condiciones de trabajo, las mantas para las mujeres y el derecho a chupar pollas, aunque primero tenemos que dar la vuelta al barco. Si nos juntarnos algunos y preparamos un plan de acción con coraje, podremos salvarnos; no haría falta mucha gente: con seis u ocho lo podríamos llevar a cabo. Podríamos tomar el castillo de popa, echar a esos colgados por la borda y dirigir el barco al Sur.
El profesor levantó su nariz y dijo severamente-. -¡No creo en la violencia! ¡Es inmoral! -No es ético utilizar la violencia jamás -dijo el contramaestre. -¡Desconfío del uso de la violencia! -dijo una pasajera.
El capitán y sus oficiales habían estado observando toda la escena, y a una señal del capitán, el tercer oficial volvió a bajar a cubierta, y mezclándose entre los pasajeros, dijo: Todavía quedaban muchos problemas en el barco, hemos logrado importantes avances. Pero aún siguen siendo duras las condiciones de trabajo para los marineros, el mejicano no gana todavía igual que los anglosajones, las mujeres aún no tienen las mismas mantas que los hombres, el derecho a poder organizar partidas de dados los sábados es, ciertamente, una pobre compensación por el robo de las tierras a sus antepasados, es injusto que el contramaestre deba chupar las pollas en el armario y que el perro se sigua llevando patadas de vez en cuando. Creo que hay que presionar un poco más al capitán. Sería de gran ayuda si hicierais otra protesta, siempre que ésta no sea violenta.
Mientras el tercer oficial volvía al puesto, todos le insultaban pero, al final, hicieron lo que éste propuso.
El capitán, una vez escuchadas sus quejas, se reunió con sus mandos en conferencia, durante la cual se guiñaron el ojo y sonrieron abiertamente; entonces se fue hacia la barandilla del castillo de popa y anunció que a los marineros le darían guantes para mantener las manos calentitas, el mejicano recibirla tres cuartas partes del salario de los anglosajones, a las mujeres se les entregaría otra manta más, al marinero indio le dejarían organizar partidas de dados los sábados y domingos y al contramaestre le dejarían chupar pollas en público a partir de¡ anochecer y nadie podría darle patadas al perro sin un permiso especial del capitán.
Los pasajeros y la tripulación quedaron extasiados con esta gran victoria revolucionaria, pero a la mañana siguiente, de nuevo se sintieron insatisfechos y comenzaron otra vez a quejarse de lo de siempre.
Entonces, el grumete empezó a irritarse y les grito:
¡Malditos necios! ¿no veis lo que hacen el capitán y sus mandos? Os tienen ocupados con vuestras quejas triviales de mantas, salarios, mamadas y el pobre perro, para que no penséis que lo que realmente va mal en este buque, es el hecho de que cada vez vayamos más al Norte y que todos moriremos ahogados. Si únicamente alguno de vosotros despertarais y atacásemos juntos el castillo de popa, podríamos virar en redondo y salvarnos. Pero lo único que hacéis es quejaros de cosas banales como el juego de los dados, chupar pollas o las condiciones de trabajo.
¡Banales! -gritó el mejicano. ¿Tú crees razonable que yo cobre un cuarto menos de salario que un gringo?, ¿es eso insignificante? -¡Cómo puedes llamar a mi queja algo trivial! -gritó el contramaestre. ¡No sabes lo humillante que es que te llamen maricón. -¡Pegar al perro una cosa sin importancia! -espetó el defensor de los animales. ¡Es cruel, inhumano! ¡Brutal!
¡Vale pues! -dijo el grumete. Estos problemas no son insignificantes ni triviales; pegar al perro es cruel y brutal, y es realmente humillante que te llamen maricón, pero la magnitud de nuestro problema principal, el hecho de que el barco cada vez vaya más al Norte, hace que estas quejas se conviertan en insignificantes y triviales. ¡Porque si no damos la vuelta al buque todos moriremos ahogados!
-¡Fascista! -le llamó el profesor. -¡Contrarrevolucionario! -le gritó la pasajera.
Y todos los demás pasajeros y miembros de la tripulación comenzaron a tachar al grumete de fascista y contrarrevolucionario y echándole a un lado, siguieron hablando de salarios, igualdad de mantas, derechos a hacer mamadas en público y de los malos tratos al perro. Mientras tanto, el barco, que seguía rumbo al Norte, después de un breve lapso quedó atrapado entre dos icebergs, muriendo todos ahogados.

Ted Kaczynski